Leyendas rusas
Lunes 26 de enero, 20:00 horas. Conciertos del Auditorio, Oviedo. Orquesta Filarmónica de San Petersburgo, Xavier de Maistre (arpa), Yuri Temirkanov (director). Obras de Glinka, Glière y Tchaikovski.
Volvía al Auditorio la orquesta más antigua de Rusia en gira con el gran Temirkanov al frente, siempre un placer y éxito seguro, máximo en repertorios propios que llevan en vena, formación casi de pureza sanguínea como si nadie como ellos fuesen capaces de afrontar, y en parte parece que es así, con dos obras colosales en los extremos que dejaron el medio parecer diminuto.
Tengo que comenzar reflejando la disposición vienesa variada con trasera izquierda de contrabajos (diez) y derecha todos los metales, sin apenas elevación como la percusión, logrando un sonido redondo, pleno, que llegaba a todos los rincones con una precisión y limpieza en toda la amplísima gama dinámica de la que hizo gala la formación rusa.
Increíble la homogeneidad de cada sección basada en una perfección y sonoridad única, esta orquesta es realmente un todo, unidad con primeros atriles impresionantes, mezcla perfecta de juventud y veteranía, impresionando sobre todo la cuerda estratosférica, limpia en los pasajes rápidos, densa en unas violas irrepetibles, contrabajos ágiles sin perder pegada, una madera impecable, pero especialmente los metales, trompas extremas de tímbricas indefinibles capaces de una gama dinámica desde la perfección que son la envidia de cualquier formación sinfónica.
Por supuesto la dirección especial de Temirkanov es capaz de sacar de estos músicos, que le siguen con una fidelidad encomiable, lo mejor en cada partitura. Sus manos dibujan puntualmente lo justo para captar el momento, la línea dentro del volumen, el trazo imperceptible tan importante como el grueso, esa gestualidad que me asombró desde la primera vez que le vi dirigir en el Teatro Campoamor, allá por el siglo pasado. Asombroso comprobar la dicotomía entre el mando y la tropa, obediente al saberse incólume e impoluta, dejándose ordenar sin que se note, aceptando la autoridad que el director imprime y se gana en cada sesión, escuchándose casi religiosamente cuando los compañeros tienen protagonismo sabedores de que la unión hace la fuerza.
El fulgor y demostración casi de prepotencia en la obertura de Ruslan y Ludmila (Glinka), como el sello de identidad de las orquestas rusas, especialmente la de San Petersburgo.
El Concierto para arpa y orquesta en mi bemol mayor, op. 74 (R. Glière) pasará a la historia por ser el primero (puede que único) compuesto por un ruso, que no podía faltar en un programa puramente "racial". El arpista francés que repetía visita al auditorio ovetense, estuvo esta vez ligeramente amplificado, en parte porque la orquesta no llegó a ser la original de cámara sino más bien una "sinfónica española" (con dos contrabajos) y corríamos el riesgo de perdernos la musicalidad delicada ante semejante acompañamiento. Obra de 1938 resultó como diríamos en Asturias una "caxigalina", bien construida sobre todos los tecnicismos del arpa que el solista solventó con seguridad, manotazo a uno de los micrófonos, y una orquesta en la que de nuevo las trompas tuvieron una sonoridad aterciopelada. Energía, vitalidad, lenguaje cercano pero en las antípodas de los dos gigantes que le escoltaron en el programa. De nuevo placentero observar a Temirkanov cómo lleva la música y los intérpretes, realmente inimitable y genial, mimando el sonido como un orfebre. Tres movimientos contrastados, primero Allegro moderato, con un segundo a base de variaciones y el tercero Allegro giocoso más folklórico, pero algo descafeinados en escritura global aunque se dejan escuchar y el solista puede lucirse. Se salvó la propina del conocido Carnaval de Venecia, op. 184 de Félix Godefroid, también versionadas por otro compositor para arpa como Wilhelm Posse y que hasta el propio Johann Strauss hijo popularizase con sus propias variaciones para orquesta, donde Xavier de Maistre pudo demostrar su virtuosismo en una regalo con más enjundia que la obra protagonista. Como curiosidad recordar un homónimo y paisano suyo, escritor y militar fallecido ¡en San Petersburgo!.
La auténtica tragedia hecha música como si el propio Tchaikovski inspirase la interpretación de su Sinfonía nº 6 en si menor, "Patética", op. 74 fue la auténtica joya de la velada. La orquesta al completo nos brindaría un auténtico surtido de exquisiteces emocionales en cada movimiento, en cada sección, en cada intervención. El mosaico sonoro de los rusos es para degustar y paladear, escuchando todo lo que está escrito para que Termirkanov vaya poniendo el foco de atención donde quiere, que además parece ser donde debe, dominador de esta obra desde el primer Adagio hasta el final lamentoso que nos revuelve y angustia desde la música pura, sin palabras, el espíritu atormentado del último Chaikovski, capaz de recrearse en los placeres celestiales y sumergirnos en las profundidades infernales, montaña rusa y caleidosópica por los recónditos pasajes de esta sinfonía para la historia, una de las grandes. La "grazia" del Allegro transmitida desde el podio con los dedos, la vivacidad del tercer movimiento y esa agonía final casi masoquista por el placer trágico. Imposible escuchar el alma mejor que en la lectura del Maestro con sus discípulos, espíritu en lucha de gladiadores musicales comandados por la esperanza y el valor demostrado en anteriores batallas, siendo la "Patética" el summum.
Con semejante estado anímico y tras varias salidas, lentas por edad y esfuerzo, la propina sonó elegantemente como el propio Temirkanov, el británico Elgar y su "Nemrod" (novena de las Variaciones Enigma), perfecto epílogo de concierto tras "La Sexta", en una nueva cascada de emociones y angustias.
De nuevo el listón muy alto, puede que esperado y con espectativas cumplidas cuando nos encontramos con obras legendarias y directores casi míticos que todavía podemos seguir disfrutando en vivo. A fin de cuentas son leyendas rusas eternas, de antes, de ahora, de siempre...
Volvía al Auditorio la orquesta más antigua de Rusia en gira con el gran Temirkanov al frente, siempre un placer y éxito seguro, máximo en repertorios propios que llevan en vena, formación casi de pureza sanguínea como si nadie como ellos fuesen capaces de afrontar, y en parte parece que es así, con dos obras colosales en los extremos que dejaron el medio parecer diminuto.
Tengo que comenzar reflejando la disposición vienesa variada con trasera izquierda de contrabajos (diez) y derecha todos los metales, sin apenas elevación como la percusión, logrando un sonido redondo, pleno, que llegaba a todos los rincones con una precisión y limpieza en toda la amplísima gama dinámica de la que hizo gala la formación rusa.
Increíble la homogeneidad de cada sección basada en una perfección y sonoridad única, esta orquesta es realmente un todo, unidad con primeros atriles impresionantes, mezcla perfecta de juventud y veteranía, impresionando sobre todo la cuerda estratosférica, limpia en los pasajes rápidos, densa en unas violas irrepetibles, contrabajos ágiles sin perder pegada, una madera impecable, pero especialmente los metales, trompas extremas de tímbricas indefinibles capaces de una gama dinámica desde la perfección que son la envidia de cualquier formación sinfónica.
Por supuesto la dirección especial de Temirkanov es capaz de sacar de estos músicos, que le siguen con una fidelidad encomiable, lo mejor en cada partitura. Sus manos dibujan puntualmente lo justo para captar el momento, la línea dentro del volumen, el trazo imperceptible tan importante como el grueso, esa gestualidad que me asombró desde la primera vez que le vi dirigir en el Teatro Campoamor, allá por el siglo pasado. Asombroso comprobar la dicotomía entre el mando y la tropa, obediente al saberse incólume e impoluta, dejándose ordenar sin que se note, aceptando la autoridad que el director imprime y se gana en cada sesión, escuchándose casi religiosamente cuando los compañeros tienen protagonismo sabedores de que la unión hace la fuerza.
El fulgor y demostración casi de prepotencia en la obertura de Ruslan y Ludmila (Glinka), como el sello de identidad de las orquestas rusas, especialmente la de San Petersburgo.
El Concierto para arpa y orquesta en mi bemol mayor, op. 74 (R. Glière) pasará a la historia por ser el primero (puede que único) compuesto por un ruso, que no podía faltar en un programa puramente "racial". El arpista francés que repetía visita al auditorio ovetense, estuvo esta vez ligeramente amplificado, en parte porque la orquesta no llegó a ser la original de cámara sino más bien una "sinfónica española" (con dos contrabajos) y corríamos el riesgo de perdernos la musicalidad delicada ante semejante acompañamiento. Obra de 1938 resultó como diríamos en Asturias una "caxigalina", bien construida sobre todos los tecnicismos del arpa que el solista solventó con seguridad, manotazo a uno de los micrófonos, y una orquesta en la que de nuevo las trompas tuvieron una sonoridad aterciopelada. Energía, vitalidad, lenguaje cercano pero en las antípodas de los dos gigantes que le escoltaron en el programa. De nuevo placentero observar a Temirkanov cómo lleva la música y los intérpretes, realmente inimitable y genial, mimando el sonido como un orfebre. Tres movimientos contrastados, primero Allegro moderato, con un segundo a base de variaciones y el tercero Allegro giocoso más folklórico, pero algo descafeinados en escritura global aunque se dejan escuchar y el solista puede lucirse. Se salvó la propina del conocido Carnaval de Venecia, op. 184 de Félix Godefroid, también versionadas por otro compositor para arpa como Wilhelm Posse y que hasta el propio Johann Strauss hijo popularizase con sus propias variaciones para orquesta, donde Xavier de Maistre pudo demostrar su virtuosismo en una regalo con más enjundia que la obra protagonista. Como curiosidad recordar un homónimo y paisano suyo, escritor y militar fallecido ¡en San Petersburgo!.
La auténtica tragedia hecha música como si el propio Tchaikovski inspirase la interpretación de su Sinfonía nº 6 en si menor, "Patética", op. 74 fue la auténtica joya de la velada. La orquesta al completo nos brindaría un auténtico surtido de exquisiteces emocionales en cada movimiento, en cada sección, en cada intervención. El mosaico sonoro de los rusos es para degustar y paladear, escuchando todo lo que está escrito para que Termirkanov vaya poniendo el foco de atención donde quiere, que además parece ser donde debe, dominador de esta obra desde el primer Adagio hasta el final lamentoso que nos revuelve y angustia desde la música pura, sin palabras, el espíritu atormentado del último Chaikovski, capaz de recrearse en los placeres celestiales y sumergirnos en las profundidades infernales, montaña rusa y caleidosópica por los recónditos pasajes de esta sinfonía para la historia, una de las grandes. La "grazia" del Allegro transmitida desde el podio con los dedos, la vivacidad del tercer movimiento y esa agonía final casi masoquista por el placer trágico. Imposible escuchar el alma mejor que en la lectura del Maestro con sus discípulos, espíritu en lucha de gladiadores musicales comandados por la esperanza y el valor demostrado en anteriores batallas, siendo la "Patética" el summum.
Con semejante estado anímico y tras varias salidas, lentas por edad y esfuerzo, la propina sonó elegantemente como el propio Temirkanov, el británico Elgar y su "Nemrod" (novena de las Variaciones Enigma), perfecto epílogo de concierto tras "La Sexta", en una nueva cascada de emociones y angustias.
De nuevo el listón muy alto, puede que esperado y con espectativas cumplidas cuando nos encontramos con obras legendarias y directores casi míticos que todavía podemos seguir disfrutando en vivo. A fin de cuentas son leyendas rusas eternas, de antes, de ahora, de siempre...
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