Pidiendo paso
Viernes 30 de enero, 20:00 horas. Auditorio de Oviedo, Jornadas de Piano "Luis G. Iberni": Daniil Trifonov (piano), Philharmonia Orchestra, Clemens Schuldt (director). Obras de Beethoven y Chopin.
La juventud además de divino tesoro (o enfermedad que se cura con el paso del tiempo), es esa fase vital muy fructífera cuando se mezcla trabajo con dotes especiales. En música podemos leer a menudo obras de juventud (salvo en Bach que personifica la madurez eterna), normalmente rompedoras para su época, avanzadas, incomprendidas en el estreno, o de intérpretes jóvenes que el tiempo termina colocando en su sitio, algunas quedándose en promesas pero otras alcanzando ese Olimpo de Orfeo.
Este final de enero pudimos contraponer en la misma semana y escenario madurez frente a juventud, el poso con el ímpetu, no necesariamente excluyentes, o si se me permite el símil enológico, un cosechero con un gran reserva, dado que el vino dicen que mejora con el tiempo, aunque para mi consumo habitual tiendo al crianza. Intérpretes y composiciones de viernes rezumaron juventud y descaro, faltando probablemente el periodo de madurez que sigue siendo el inexorable discurrir.
La Philharmonia Orchestra sigue siendo una de las orquestas con calidad y apostando por la juventud desde la titularidad de Esa-Pekka Salonen, esta vez con el director alemán Clemens Schuldt, ganador como nuestro Pablo González del concurso londinense de dirección que lleva el nombre de Donatella Flick en 2010, un talento que está en plena formación, afrontando este último viernes de enero obras "de atril" que forman y examinan batutas a lo largo de toda una trayectoria. De estilo algo exagerado, marcando todo, buscando identidad propia con detalles que apuntan alto, Beethoven le quedó algo grande pero cumplió con Chopin, lo que deja equilibrado su paso por la capital con una orquesta de sonoridades limpias al más puro estilo británico, y que no siempre reaccionó al gesto del maestro, tal vez por algo de esa soberbia que algunos músicos veteranos demuestran cuando les dirige gente joven, y sin la tensión exigible en la ejecución, lo que motivó algunos borrones que iré apuntando. Con los peros la formación inglesa también está en continua renovación y las nuevas generaciones comienzan a auparse en los primeros atriles.
Beethoven y su Obertura Coriolano en do menor, op. 62 es ideal para pulsar el estado global, y el inicio apuntaba bien, brío y claridad, atmósfera adecuada de tensiones y relajos, tantos que las trompas se destemplaron y el clarinete ensució el majestuoso silencio adelantándose con una falta de concentración totalmente reprochable. De nada sirvieron a Schuldt el ímpetu y claridad de ideas ante una obra archiconocida con estos "errores de bulto", aunque la cuerda compensó con creces el desequilibrio. Los claros y nubes, tempestades y calmas, fueron literales en las distintas secciones y discurrir de una obertura que resultó del típico color gris otoñal.
Volvía al auditorio el joven pianista ruso Daniil Trifonov, esta vez con el Concierto para piano nº 2 en fa menor, op. 21 de Chopin. Si la primera vez impresionó con una técnica apabullante más allá de la llamada "escuela rusa", dos años en estas edades resultan el paso al poso ya comentado. El maestro Clemens resultó un concertador excelente para una obra exigente cuando el solista marca diferencias, y la orquesta no pudo tomarse libertades porque Trifonov encandiló a todos desde la primera intervención, contagiando juventud, ganas de agradar y esa visión fresca para un "clásico" de pianistas. El Maestoso logró desde un tempo bien ajustado el equilibrio siempre inestable de los románticos, el juego con los rubati, los acelerando y ritardando que de no mantener la tensión resultan traicioneros para todos. El piano sonó presente, protagonista, con una gama dinámica realmente apabullante, capaz de aguantar las toses (ya reventaban entre los distintos movimientos) de un público entregado al solista ruso. La emoción llegó con el Larghetto, ese tiempo intermedio que marca diferencias, el pianista hecho un ovillo, encorvado sobre el piano, desgranando auténticas perlas, ensimismado en el amplio sentido de la palabra, mientras la orquesta acompañaba y sentía lo mismo que el solista, la mirada interior casi adolescente, contrastes sonoros en estado puro, el Chopin pletórico desde ese pianismo irrepetible. El Allegro vivace sin apenas tiempo al carraspeo mantuvo in crescendo la tensión necesaria para redondear una brillante ejecución, sabiamente concertada por el director alemán que respiró con orquesta y pianista, atento a ese final juguetón, danzante, peligro minimizado cuando la compenetración y comunión entre todos alcanza estos niveles.
La propina de Trifonov estuvo al mismo nivel, sino más, que el propio concierto. Su Liszt de Feux follets, el quinto de los "Estudios transcendentales" supuso reafirmar un sonido propio, cristalino, amplio en matices, con una mano izquierda poderosa equilibrando esa derecha de vértigo, tesoro de juventud, trabajo continuado y sabedor que está pidiendo paso en la élite de los grandes pianistas del siglo XXI, que espero seguir corroborando con el paso del tiempo. Martha Argerich ha dicho que "Lo tiene todo y más... ternura y un elemento endiablado. No he escuchado nada igual".
Para la segunda parte "La Tercera de Beethoven", esa Sinfonía nº 3 en mi bemol mayor "Heroica", op. 55, resultaría otro desencuentro entre director y orquesta. Desconozco las causas de los altibajos que mostró la formación londinense, puede que los viajes no sean cómodos y que algunos músicos estén pendientes de detalles que perturban el resultado global. El heroísmo resultó ensamblar los cuatro movimientos con cierta coherencia, y supongo que intentar aportar rasgos personales a esta obra que marca un antes y un después en el mundo sinfónico, y en el propio de Beethoven, es tarea titánica. El Allegro con brio sonó ligero pero sin excesos, bien la madera y una cuerda que el maestro Schuldt llevaba en volandas, intentando contagiar la alegría de la partitura que se mantuvo incluso en la Marcia funebre- Allegro assai, puede que por la visión que de jóvenes tenemos de la muerte, lejana, incluso filosófica como un tránsito necesario y hasta religiosa de pasar a mejor vida. Son percepciones desde la diferencia cronológica y tras muchas escuchas, pero sentí un paso algo más ligero que el de un cortejo fúnebre, como si de un desfile de honores al ejército que marcha al frente en vez de la vuelta con las múltiples bajas, más luces que sombras sin perder la compostura y también sin el duelo desde la grandeza. Algo distinto al Scherzo, Allegro vivace- Trio, coherente con la posición histórica de esta sinfonía del genio de Bonn, brillante en la cuerda aunque la marcialidad de las trompas no resultase tal. El Finale. Allegro molto mostró lo mejor de la formación en cuanto a planos, empaste, matices, unos "pizzicatos" redondos y presentes siempre con un director preocupado del detalle que buscaba una respuesta ahora más directa que los tiempos anteriores. La obra emerge por encima de la interpretación, solamente aseada faltando la emoción subyacente. No critico la juventud pero la cercanía rusa pesó como una losa en mi escucha, y mi madurez supone demasiadas referencias. Acabo de nuevo con la comparativa del vino puesto que sin estar cerrado a nuevos sabores, haber catado reservas nos deja la memoria gustativa demasiado alta para disfrutar en igual medida los crianzas, con ser excelentes.
Y como si el estado anímico propiciase la propina, el Vals Triste de Sibelius puso en su sitio a todos, la cuerda protagonista total plegada finalmente a la batuta, de la madera una flauta emergente que por fin sonó arropada, pianísimos y rubatos como rúbrica de un concierto algo frío, con Polonia más cálida que Alemania, presagio de la salida. No estábamos para vino, mejor un caldo caliente...
La juventud además de divino tesoro (o enfermedad que se cura con el paso del tiempo), es esa fase vital muy fructífera cuando se mezcla trabajo con dotes especiales. En música podemos leer a menudo obras de juventud (salvo en Bach que personifica la madurez eterna), normalmente rompedoras para su época, avanzadas, incomprendidas en el estreno, o de intérpretes jóvenes que el tiempo termina colocando en su sitio, algunas quedándose en promesas pero otras alcanzando ese Olimpo de Orfeo.
Este final de enero pudimos contraponer en la misma semana y escenario madurez frente a juventud, el poso con el ímpetu, no necesariamente excluyentes, o si se me permite el símil enológico, un cosechero con un gran reserva, dado que el vino dicen que mejora con el tiempo, aunque para mi consumo habitual tiendo al crianza. Intérpretes y composiciones de viernes rezumaron juventud y descaro, faltando probablemente el periodo de madurez que sigue siendo el inexorable discurrir.
La Philharmonia Orchestra sigue siendo una de las orquestas con calidad y apostando por la juventud desde la titularidad de Esa-Pekka Salonen, esta vez con el director alemán Clemens Schuldt, ganador como nuestro Pablo González del concurso londinense de dirección que lleva el nombre de Donatella Flick en 2010, un talento que está en plena formación, afrontando este último viernes de enero obras "de atril" que forman y examinan batutas a lo largo de toda una trayectoria. De estilo algo exagerado, marcando todo, buscando identidad propia con detalles que apuntan alto, Beethoven le quedó algo grande pero cumplió con Chopin, lo que deja equilibrado su paso por la capital con una orquesta de sonoridades limpias al más puro estilo británico, y que no siempre reaccionó al gesto del maestro, tal vez por algo de esa soberbia que algunos músicos veteranos demuestran cuando les dirige gente joven, y sin la tensión exigible en la ejecución, lo que motivó algunos borrones que iré apuntando. Con los peros la formación inglesa también está en continua renovación y las nuevas generaciones comienzan a auparse en los primeros atriles.
Beethoven y su Obertura Coriolano en do menor, op. 62 es ideal para pulsar el estado global, y el inicio apuntaba bien, brío y claridad, atmósfera adecuada de tensiones y relajos, tantos que las trompas se destemplaron y el clarinete ensució el majestuoso silencio adelantándose con una falta de concentración totalmente reprochable. De nada sirvieron a Schuldt el ímpetu y claridad de ideas ante una obra archiconocida con estos "errores de bulto", aunque la cuerda compensó con creces el desequilibrio. Los claros y nubes, tempestades y calmas, fueron literales en las distintas secciones y discurrir de una obertura que resultó del típico color gris otoñal.
Volvía al auditorio el joven pianista ruso Daniil Trifonov, esta vez con el Concierto para piano nº 2 en fa menor, op. 21 de Chopin. Si la primera vez impresionó con una técnica apabullante más allá de la llamada "escuela rusa", dos años en estas edades resultan el paso al poso ya comentado. El maestro Clemens resultó un concertador excelente para una obra exigente cuando el solista marca diferencias, y la orquesta no pudo tomarse libertades porque Trifonov encandiló a todos desde la primera intervención, contagiando juventud, ganas de agradar y esa visión fresca para un "clásico" de pianistas. El Maestoso logró desde un tempo bien ajustado el equilibrio siempre inestable de los románticos, el juego con los rubati, los acelerando y ritardando que de no mantener la tensión resultan traicioneros para todos. El piano sonó presente, protagonista, con una gama dinámica realmente apabullante, capaz de aguantar las toses (ya reventaban entre los distintos movimientos) de un público entregado al solista ruso. La emoción llegó con el Larghetto, ese tiempo intermedio que marca diferencias, el pianista hecho un ovillo, encorvado sobre el piano, desgranando auténticas perlas, ensimismado en el amplio sentido de la palabra, mientras la orquesta acompañaba y sentía lo mismo que el solista, la mirada interior casi adolescente, contrastes sonoros en estado puro, el Chopin pletórico desde ese pianismo irrepetible. El Allegro vivace sin apenas tiempo al carraspeo mantuvo in crescendo la tensión necesaria para redondear una brillante ejecución, sabiamente concertada por el director alemán que respiró con orquesta y pianista, atento a ese final juguetón, danzante, peligro minimizado cuando la compenetración y comunión entre todos alcanza estos niveles.
La propina de Trifonov estuvo al mismo nivel, sino más, que el propio concierto. Su Liszt de Feux follets, el quinto de los "Estudios transcendentales" supuso reafirmar un sonido propio, cristalino, amplio en matices, con una mano izquierda poderosa equilibrando esa derecha de vértigo, tesoro de juventud, trabajo continuado y sabedor que está pidiendo paso en la élite de los grandes pianistas del siglo XXI, que espero seguir corroborando con el paso del tiempo. Martha Argerich ha dicho que "Lo tiene todo y más... ternura y un elemento endiablado. No he escuchado nada igual".
Y como si el estado anímico propiciase la propina, el Vals Triste de Sibelius puso en su sitio a todos, la cuerda protagonista total plegada finalmente a la batuta, de la madera una flauta emergente que por fin sonó arropada, pianísimos y rubatos como rúbrica de un concierto algo frío, con Polonia más cálida que Alemania, presagio de la salida. No estábamos para vino, mejor un caldo caliente...
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