Pintando y esculpiendo sonidos
Sábado 9 de abril, 20:30 horas. Fundación Museo Evaristo Valle, Somió (Gijón). Recital de piano: Juan Barahona. Obras de Mozart, Schumann, Albéniz y Ginastera. Entrada: 10 €.
Volvía a esta maravilla de museo gijonés y a esa joya de Steinway© el pianista Juan Andrés Barahona Yepez (París, 1989), en una breve parada dentro de su actual formación londinense y tras su paso por el último Concurso Internacional de Piano de Santander o los recitales en la capital británica, y con un programa que continúa confirmándolo no ya como una promesa sino auténtica realidad interpretativa. Cada concierto suyo al que acudo es un paso de gigante, afrontando repertorios de enorme dificultad con los que no se arredra y aportando continuamente una musicalidad innata pero también heredada, aunque fruto de un enorme trabajo desde la pulcritud de su técnica, un sonido poderoso y un respeto hacia la partitura hasta el mínimo detalle, disfrutando en la distancia corta de lo riguroso que es con las duraciones, fraseos, pedales y sobre todo entrega en cada obra, sacándoles la esencia de su estilo y mostrándose igual de cómodo en todos los repertorios.
Si en este mismo museo y preparando el afamado concurso vecino le citaba como "escultor del piano", este sábado primaveral lo reafirmaba como pianista total, pintor y escultor con cuatro autores genuinamente únicos y cuyo sello personal hace suyos nuestro intérprete ovetense al que "nacieron en París".
La Sonata para piano en re mayor, KV. 311 de Mozart tiene en sus tres movimientos todo el universo del genio: un Allegro con spirito que retrata la necesaria limpieza con la que debe sonar el tema y la tensión por mantener claro y preciso el desarrollo con un empuje infatigable; el Andante con espressione es uno de los movimientos tranquilos tan mozartianos donde el lirismo y expresión flotan en cada nota, algo que Juan Barahona tiene asumido desde sus inicios, deleitándonos con un fraseo íntimo y cercano; finalmente el Rondó (Allegro) parece recordarnos el de los conciertos de piano por el impacto sonoro donde se dibuja el piano emergiendo de un lienzo ya preparado, incluyendo una cadenza meticulosa que nos hace esperar la entrada de una inexistente orquesta, sólo en la mente del prodigio salzburgués. Sonata limpia de trazo rápido para pintar un fresco impoluto de temática clásica.
Observando los cuadros las Escenas del Bosque (Waldszenen) op. 82 de R. Schumann ponían la banda sonora a un documento en primera persona, nueve imágenes claramente diferenciadas en ánimo y expresión con temática asturiana por la cercanía ambiental. Imposible detallar cada una e impresionante despliegue descriptivo desde el piano, desde la "Entrada" (Entritt) que nos pone en situación, la intriga de claroscuros en "El cazador al acecho" (Jäger auf der Lauer), las casi impresionistas "Flores solitarias" (Einsame Blumen) o la cinegénita canción Jaglied donde el romanticismo puro de cámara saca del piano unas trompas alegres. La "Despedida" (Abschied) nos devolvió a la tranquilidad del museo tras viajar por una masa verde rota por manchas de color en unos paisajes con figuras dignos de los mejores lienzos.
La segunda parte presentada por el propio Juan tenía cierto trasfondo de homenajes y aniversarios, el de la muerte de Enrique Granados (1867-1916), quien completó en 1910 los póstumos e inacabados -solo 51 compases- Azulejos de Isaac Albéniz (1860-1909), y el nacimiento del argentino Alberto Ginastera (1916-1983) que cerraría recital.
De la amplia producción del músico de Campodrón, será la suite Iberia la obra de referencia para todo pianista, y las dos obras elegidas son en cierto modo preparación y conclusión de la misma, todo el lenguaje propio del catalán universal volcado en el piano. La Vega (h. 1887) podría figurar sin problemas como un número más, pero mantenerla independiente (la primera de una llamada Suite "La Alhambra") ayuda a comprender mejor la magnitud de los cuatro cuadernos de Iberia. Con toda la dificultad técnica y expresiva, Juan Barahona tradujo cada momento esculpiendo sonidos y difuminando contornos, dominando la masa sonora con un empleo de los pedales impoluto, unos ataques diferenciados desde la fuerza característica de dinámicas extremas que enriquecen aún más todo el universo de Albéniz. Y los Azulejos (1909) que son la reflexión póstuma a sus cantos españoles y su pasión ibérica desde el piano desde un mayor intimismo (recomiendo la lectura de Manuel Martínez Burgos en la revista del RCSMM). Ideal contraponer ambas páginas como obras acabadas, y no bocetos, miniaturas comparadas con sus compañeras de viaje pero tratadas magistralmente y dignas de exponerse independientes con el recuerdo de las demás en nuestra memoria auditiva. Si realmente no podemos encasillar a Barahona como intérprete de un autor, época o estilo, está claro que Albéniz le abrirá muchas puertas internacionales porque técnica para afrontarlo tiene y madurez solo la dan los años puesto que el trabajo no le asusta ni le detiene.
Las Tres Danzas Argentinas, op. 2 (Ginastera) confirmaron las impresiones anteriores, cómodo en cualquier repertorio, dotado de una fuerza no ya juvenil y lógica sino interior para comunicar desde el piano, los ritmos hermanos fueron el motor abstracto sobre el que plasmar un lenguaje orquestal en el "reducido al blanco y negro" del piano. Las extremas y vigorosas Danza del Viejo Boyero y Danza del Gaucho Matrero, ésta sobremanera por lo vertiginosa y virtuosística, flanquearon la cálida y milonguera Danza de la Moza Donosa, el lirismo que me recuerda La Rosa y el Sauce de su compatriota Guastavino sin palabras contrapuesto al Malambo desde las ochenta y ocho teclas, todo con el inconfundible "sello Ginastera" y la entrega del artista Juan Barahona, pintor y escultor de sonidos, dominador del color y moldeador de formas emocionales en un museo único.
Volvía a esta maravilla de museo gijonés y a esa joya de Steinway© el pianista Juan Andrés Barahona Yepez (París, 1989), en una breve parada dentro de su actual formación londinense y tras su paso por el último Concurso Internacional de Piano de Santander o los recitales en la capital británica, y con un programa que continúa confirmándolo no ya como una promesa sino auténtica realidad interpretativa. Cada concierto suyo al que acudo es un paso de gigante, afrontando repertorios de enorme dificultad con los que no se arredra y aportando continuamente una musicalidad innata pero también heredada, aunque fruto de un enorme trabajo desde la pulcritud de su técnica, un sonido poderoso y un respeto hacia la partitura hasta el mínimo detalle, disfrutando en la distancia corta de lo riguroso que es con las duraciones, fraseos, pedales y sobre todo entrega en cada obra, sacándoles la esencia de su estilo y mostrándose igual de cómodo en todos los repertorios.
Si en este mismo museo y preparando el afamado concurso vecino le citaba como "escultor del piano", este sábado primaveral lo reafirmaba como pianista total, pintor y escultor con cuatro autores genuinamente únicos y cuyo sello personal hace suyos nuestro intérprete ovetense al que "nacieron en París".
La Sonata para piano en re mayor, KV. 311 de Mozart tiene en sus tres movimientos todo el universo del genio: un Allegro con spirito que retrata la necesaria limpieza con la que debe sonar el tema y la tensión por mantener claro y preciso el desarrollo con un empuje infatigable; el Andante con espressione es uno de los movimientos tranquilos tan mozartianos donde el lirismo y expresión flotan en cada nota, algo que Juan Barahona tiene asumido desde sus inicios, deleitándonos con un fraseo íntimo y cercano; finalmente el Rondó (Allegro) parece recordarnos el de los conciertos de piano por el impacto sonoro donde se dibuja el piano emergiendo de un lienzo ya preparado, incluyendo una cadenza meticulosa que nos hace esperar la entrada de una inexistente orquesta, sólo en la mente del prodigio salzburgués. Sonata limpia de trazo rápido para pintar un fresco impoluto de temática clásica.
Observando los cuadros las Escenas del Bosque (Waldszenen) op. 82 de R. Schumann ponían la banda sonora a un documento en primera persona, nueve imágenes claramente diferenciadas en ánimo y expresión con temática asturiana por la cercanía ambiental. Imposible detallar cada una e impresionante despliegue descriptivo desde el piano, desde la "Entrada" (Entritt) que nos pone en situación, la intriga de claroscuros en "El cazador al acecho" (Jäger auf der Lauer), las casi impresionistas "Flores solitarias" (Einsame Blumen) o la cinegénita canción Jaglied donde el romanticismo puro de cámara saca del piano unas trompas alegres. La "Despedida" (Abschied) nos devolvió a la tranquilidad del museo tras viajar por una masa verde rota por manchas de color en unos paisajes con figuras dignos de los mejores lienzos.
La segunda parte presentada por el propio Juan tenía cierto trasfondo de homenajes y aniversarios, el de la muerte de Enrique Granados (1867-1916), quien completó en 1910 los póstumos e inacabados -solo 51 compases- Azulejos de Isaac Albéniz (1860-1909), y el nacimiento del argentino Alberto Ginastera (1916-1983) que cerraría recital.
De la amplia producción del músico de Campodrón, será la suite Iberia la obra de referencia para todo pianista, y las dos obras elegidas son en cierto modo preparación y conclusión de la misma, todo el lenguaje propio del catalán universal volcado en el piano. La Vega (h. 1887) podría figurar sin problemas como un número más, pero mantenerla independiente (la primera de una llamada Suite "La Alhambra") ayuda a comprender mejor la magnitud de los cuatro cuadernos de Iberia. Con toda la dificultad técnica y expresiva, Juan Barahona tradujo cada momento esculpiendo sonidos y difuminando contornos, dominando la masa sonora con un empleo de los pedales impoluto, unos ataques diferenciados desde la fuerza característica de dinámicas extremas que enriquecen aún más todo el universo de Albéniz. Y los Azulejos (1909) que son la reflexión póstuma a sus cantos españoles y su pasión ibérica desde el piano desde un mayor intimismo (recomiendo la lectura de Manuel Martínez Burgos en la revista del RCSMM). Ideal contraponer ambas páginas como obras acabadas, y no bocetos, miniaturas comparadas con sus compañeras de viaje pero tratadas magistralmente y dignas de exponerse independientes con el recuerdo de las demás en nuestra memoria auditiva. Si realmente no podemos encasillar a Barahona como intérprete de un autor, época o estilo, está claro que Albéniz le abrirá muchas puertas internacionales porque técnica para afrontarlo tiene y madurez solo la dan los años puesto que el trabajo no le asusta ni le detiene.
Las Tres Danzas Argentinas, op. 2 (Ginastera) confirmaron las impresiones anteriores, cómodo en cualquier repertorio, dotado de una fuerza no ya juvenil y lógica sino interior para comunicar desde el piano, los ritmos hermanos fueron el motor abstracto sobre el que plasmar un lenguaje orquestal en el "reducido al blanco y negro" del piano. Las extremas y vigorosas Danza del Viejo Boyero y Danza del Gaucho Matrero, ésta sobremanera por lo vertiginosa y virtuosística, flanquearon la cálida y milonguera Danza de la Moza Donosa, el lirismo que me recuerda La Rosa y el Sauce de su compatriota Guastavino sin palabras contrapuesto al Malambo desde las ochenta y ocho teclas, todo con el inconfundible "sello Ginastera" y la entrega del artista Juan Barahona, pintor y escultor de sonidos, dominador del color y moldeador de formas emocionales en un museo único.
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